Sitio personal de Laura Calvo

Junio de 2018

San Carlos de Bariloche - Río Negro - Argentina
lauradecalvo@gmail.com

 

Los Menucos

 

 

            Una vez le dijeron que se había equivocado de tren y él creyó haber escuchado que un tren lo estaba esperando.

            Entonces se subió, justo cuando el tren arrancaba. Metió la mano en el bolsillo sano de su pantalón, tanteó el boleto, tanteó un par de billetes arrugados, tanteó el hilo dental. A bordo podría comer algo y deshacerse de los restos sin que se le pudra el aliento.

            Empezó a rebotar por el pasillo del coche dormitorio 101. De un lado, ventanillas; del otro, puertas numeradas, herméticas, y al final del pasillo, un baño maloliente y vacío cuya puerta batía invitando a alejarse. Otra puerta y ya estaba en el coche 102, y allí una camarera de camisa blanca y uniforme negro. Sin que se lo pidiera, la mujer le entregó una llavecita con dos números.

             -Camarote 17/18, no la pierda, ¿viene acompañado?

             Miró a los costados. No vio a nadie. Iba a contestarle pero ya se había ido.

            En el camarote hacía calor. Demasiado. Monitoreó los dos metros del asiento de cuerina marrón -la cama-, enfrentado a un armarito disimulado con dos perchas, par de toallas, símil mesa lavatorio, y un espejo roto en una esquina, único objeto que no era otra cosa, salvo las toallas y las perchas. Se miró para asegurarse de que él, verdaderamente, era él en ese tren que lo había estado esperando, y se sentó en el asiento de cuerina marrón junto a la ventanilla, hermética como las puertas de los pasillos, proporcionalmente chica al largo asiento del cual él apenas ocupaba un extremo; escasa, peor aún, mezquina si en un afán respiratorio hubiera evaluado la posibilidad de asomarse.

            Cinco meses sin salir de su casa desde que lo echaron de la redacción del Diario “El día”: muy lento, comparado al perfil de cualquier empleado;  débil de carácter como para darle órdenes a nadie... Lo escuchó de pasada. No se lo dijeron. Reducción de personal, le dijeron, y le dieron unos pesos de indemnización que le duraron los cinco meses que no salió de su casa. A él no le gustaba que lo apuren; nunca le pesaron las horas en silencio, subrayando con rojo, amarillo o con verde lo que había que sacar, corregir o aclarar en cada página que se publicaba: la lógica del semáforo,  decía su jefe. Sí le pesaba cuando lo llamaban para que hiciera algo y él estaba haciendo otra cosa. Las noticias nunca dan cuenta de quién las transcribe, arrastran en su trayecto lo que queda de él. Igual que Marcela -luz verde a los amantes-, que al final lo dejó por el jefe y él se pasó cinco meses tirado en la cama leyendo “En busca del tiempo perdido”, tomando mate en el patio de atrás, y en la azotea, haciendo abdominales. Había dejado la carne; ahora sólo comía verduras que su madre le llevaba una vez por semana. En un país donde la tendencia a estar delgado y vivir una vida sana crece a ritmo de neurosis, la idea de ser cada día más gordo suena grosera.

            Primero le cortaron la luz; entonces leía de día, y de noche hacía los abdominales. Después el gas y el agua, siendo esta última -de todos los servicios- el único verdaderamente indispensable; pero se arreglaba con un vecino que tenía una cisterna muy grande. Con el otoño se acabaron las noches estrelladas en la azotea y volvió a leer en la pieza. Leía hasta derretirse con la vela.

            Cuando empezó a apretar el frío decidió abandonar la casa. Le tomó una semana decidirse y la culpa la tuvo en parte su propia madre cuando le llevó aquella acelga envuelta en un diario cuya fecha no recordaba, pero no era muy viejo porque el papel aún olía a tinta. Le llamó la atención el aviso: “Viaje al Centro de los Confines”, y abajo, en letra más pequeña: Línea Sur- Tren Patagónico, salida de Viedma 8 de junio, 17 hs. Lo remarcó en azul, y se fue a la cama. Soñó con un jardín de estatuas. La madre estaba allí, de pie, y él podía adivinar en sus ojos la orden de que se estuviera quieto. En el sueño estaba el miedo de quedarse convertido en piedra, pero también la aceptación.

            Ni bien se despertó, se levantó, se afeitó, se cebó un par de amargos y salió con la espontánea agilidad de quien se dirige al puesto de diarios. Lo que llevaba consigo ya estaba reunido en la hora cero de su partida. Lloviznaba y los letreros luminosos se reflejaban en el pavimento. Tras los vidrios empañados del taxi, las hileras de fachadas se sucedían chorreando agua mientras el auto avanzaba por las calles brillantes, aminorando la marcha en las esquinas. En la terminal de ómnibus tomó el micro a Viedma. Diez horas de viaje y ya estaba en la estación de trenes comprando su boleto a la Línea Sur.

             La historia de cualquiera está formada por historias paralelas. Cada persona es en realidad muchas, según con quién esté o quién la esté mirando; este paisaje, por ejemplo, un complejo sistema en movimiento donde la estepa se abre entera a modo de abanico, y lo mira sin ofrecerle más devolución que una inmensa superficie de pastos duros, la pura tierra; animales, ninguno; sí, alambrados. Cierra los ojos y el paisaje apenas varía; ahora a los coirones los ve plateados, brillantes en las puntas. El plano se divide: a la derecha, gris perla; a la izquierda, gris topo; una diagonal naranja va avanzando de abajo hacia arriba mientras un ojo oscuro de párpado violeta y sin pupila, lo mira muy abierto. La ventanilla a la derecha parece querer abrirse. Una lluvia celeste moja el vidrio.

             Se despierta con dolor de cabeza. Anochece. El traqueteo continúa. Empieza a sentir hambre.

             Del bolsillo agujereado de su pantalón extrae la bolsita con hojas de menta. Inhala cuando abre la bolsa y saca una hoja de color verde oscuro, lanceolada, fresquita, con la cara inferior verde clara. Se la mete en la boca y piensa en Mintha, la ninfa convertida en planta por enamorarse de Zeus. Mintha..., y todos esos griegos destilándola para embriagarse. Él la usa contra la jaqueca y el mal aliento y le hace efecto enseguida. Decide abandonar el camarote y dirigirse al coche comedor. Se mete la 17/18 en el bolsillo y se lanza nuevamente al bamboleo. A través de las ventanillas del corredor ve los alambres negros y delgados haciendo lo posible por desviarse, por ascender al cielo a pesar de los golpes relampagueantes que les infligen los postes telegráficos, uno tras otro, y otro, y tras ellos, a lo lejos y estática, esa fila de álamos atravesados por una cinta horizontal de niebla blanca como la leche.

            Si en aquel tren viajaba alguien más que él, aparte de la camarera y el que manejaba el convoy, no hubiera podido asegurarlo. Lo cierto es que en los pasillos las puertas de los camarotes permanecían cerradas, en contraste con las de los baños que batían y batían contra el acero inoxidable de sus propias paredes corroídas por el orín. Damas - Caballeros, lo mismo daba: el mismo olor, los mismos agujeros para evacuar sobrantes, los mismos pedales para lavar manos que los trenes ensucian de manera constante.     

            Lo único que podía hacer era seguir avanzando, y eso es lo que hace, sintiendo crecer su hambre en proporción directa a la distancia que recorre

             Cruza una vez más el fragoroso abismo entre vagones desiertos y puede ver, tras los vidrios de la última puerta que aún debe traspasar, una docena de mesas puestas para cuatro personas, con sus manteles blancos, sus platos, sus cubiertos, sus copas, sus servilletas.

            Elige una, en la otra punta, próxima a la cocina, y avanza hacia ella. Se sienta. La misma camarera que le entregó la llave se acerca a tomar el pedido. Le pregunta a qué hora sirven la cena y ella le contesta que no pueden ofrecerle el servicio porque el tren va vacío y no se justifica tener abierto el restaurant. Le dice que café sí y un sandwich de jamón y queso, por supuesto.

            Desaparece tras la cortina que separa el comedor de la cocina, antes de que pueda preguntarle por qué las mesas están dispuestas si no dan servicio, y a continuación escucha, por encima del traqueteo, primero, unos rumores, luego unas risas, lo que le hace concluir que alguien más viaja a bordo.

            Ahora las risas se han vuelto carcajadas. Como el sandwich tarda en llegar y el único cliente es él, se acerca a la cocina a ver qué pasa.         

            -Uno más -oye que dice una voz masculina tras la cortina verde oliva-. Con este van como cien. A todos les venden lo mismo: “Viaje al Centro de los Confines”. Después los largan en Los Menucos*, y arreglate...

            La voz masculina calla y continúa la de la camarera.

            - Pobre tipo, mejor que disfrute el sandwich. Ahora vuelvo.

            Inquieto por el diálogo que acaba de escuchar, atina a meterse debajo de la mesa cuyo mantel llega hasta el piso, y allí se queda, encogido. El eco del traqueteo rodea el cono luminoso que las lámparas despliegan sobre las mesas del vagón, creando sombras movedizas.

            -Se fue -escucha a la camarera. Y ve avanzar un par de zapatos negros con suela de goma que se ponen al lado de los de ella, también negros, de taco alto y fino.

            -Igual no creo que pueda ir muy lejos.

            Por el tono de voz y el tamaño de los zapatos con suela de goma, imagina al sujeto morocho y corpulento. Vuelven a reírse y él está seguro de que ambos miran hacia donde se encuentra escondido, pero no sabe si lo ven, o si sopechan y se están burlando. Lo único que sabe es que él sí ve los zapatos que brillan como si los acabaran de lustrar y hasta puede sentir el olor a pomada. Quizás ellos no lo vean y puedan olerlo. Que se vayan, que se vuelvan al planeta de los hijos de mala madre. Pero no, los dos siguen ahí plantados sobre sus zapatos brillantes como espejos de fondo oscuro, devolviéndole la cara de un tipo asustado, pero sobre todo incómodo, bajo una mesa cuyo mantel le hace de cortina. Y no sabe por qué se acuerda de Marcela reclamándole que nunca la lleva a comer a un restaurant, ni de viaje a ninguna parte; que vive asfixiada entre cuatro paredes, y él piensa en un cubo pero no se lo dice porque sólo ve tres, no cuatro paredes, y además con puertas y ventanas. Marcela, de batón y ruleros mirando la televisión cuando él llega del diario y agarra las palabras cruzadas y en rojo las completa, y al rato se sientan a cenar los fideos que jamás están al dente, sino crudos o pasados; y él se los come sin abrir la boca y cuando termina se levanta y pone agua para el mate, después de cenar, a quién se le ocurre... y a continuación Marcela se cambia, se peina y otra Marcela sale de la casa al cine con una amiga, porque seguro que él está cansado tras ocho horas en el diario. Y él empieza a sentirse verdaderamente cansado y se va a la cama a desparramar su cansancio ocupando los dos lugares hasta que ella vuelve con olor a humo en el pelo y se acuesta tratando de no despertarlo, aunque él ha oído la llave en la puerta de calle y prefiere ovillarse, hacerse a un lado porque no le interesa nada, absolutamente nada de lo que Marcela le niega y de ese modo puede hacer cualquier cosa. Cualquier cosa, no las cosas que quiere Marcela como por ejemplo, que le pique la tierra del patio de atrás y así tener un jardincito. Si a un dos por tres entre medianeras carcomidas se le puede llamar jardincito... Usá la imaginación, querido; después armás unos canteros...

            Si él no hubiese tenido montado un sistema lingüístico apto para desarticular con un par de monosílabos la sí frondosa imaginación de Marcela, no le habría quedado más remedio que agarrar el pico, cosa que ahora tendría que hacer a juzgar por lo que está afirmando la voz masculina:

             -No importa, ya va a aparecer; llevamos bien la cuenta de cuántos distraídos terminan picando piedra en Los Menucos.

             Por un momento tiene la sensación de no estar en un lugar preciso y se ve avanzando desde las zonas oscuras de un manantial pantanoso hacia la periferia del cuerpo de un hombre cuyo destino parece estar echado como su mismo cuerpo lo está sobre el linóleo amarillo del vagón comedor de ese tren que lo estaba esperando y que él no debería haber tomado.

            Recuerda que alguien dijo: hay tres maneras de moverse en la vida, con dinero, sabiendo jugar muy bien o haciendo trampa. Considerando la posición en que se encuentra apostaría a esta última, aunque quizás hacer trampa fuera la forma de ganar cualquier juego. Él nunca ha sido un buen jugador de nada; la trampa ha estado siempre fuera de consideración; no ha engañado a Marcela ni a sus compañeros de trabajo; no ha engañado a su madre; ha pagado un boleto para hacer este viaje; un boleto cuyo radio de acción resulta haberse restringido a mantenerlo confinado en un tren que va al Centro de los Confines, y no tiene más remedio que jugar bajo el mantel, acuclillado, entumecido entre las patas de la mesa.

              Los dos pares de zapatos lustrosos se alejan en dirección a la cocina, primero los de la mujer, seguidos por los del hombre, y se vuelven a escuchar las risas. Una risa, dos risas, formando una sola risa grande. Siente unas ganas irrefrenables de reírse él también. Bajo el mantel, el aire pesa. Agarra otra hoja de menta, se la pone en la boca y la chupa. Las plantas de menta se hibridizan con facilidad y tienden a invadir el terreno. No son exigentes; un poco de agua y penumbra a la tarde. Él no la puso en el patio de atrás. Creció por su cuenta. Mintha... El aire deja de pesar y ahora  es algo muy ligero alrededor de la cabeza. Del otro lado del mantel, el caos vuelve a golpear con sus negros zapatos, quebrando la ilusión de estabilidad acompasada por el ruido monótono del tren.

             No aguanta más. Sabe que es la mayor estupidez que puede cometer y sin embargo va y la comete; sale por segunda vez el mismo día, corre a su camarote, saca del bolsillo sano la 17/18, entra, se mira en el espejo, a cuya esquina superior izquierda le falta un pedazo, y recuerda todo: la persecución por los pasillos, el encierro en el baño por cuyo agujero vomita restos de mate amargo y hojas de menta verdes como el pasto que corre allá abajo en un caleidoscopio de vías y durmientes.

            Recuerda el sandwich que no llegó a comerse, el aliento que empezó a pudrirse en su boca, no por efecto de los restos del sandwich que no se comió, sino por efecto de acumulación de hambre.

            Recuerda que alguien dijo que se había equivocado de tren, y él creyendo escuchar otra cosa.

            Recuerda el pedazo faltante de la esquina izquierda superior del espejo, y cómo el sol sangró dentro del alba.

 

 

 

* Menuco: pantano. Los indios le temían por el peligro que entrañaba para los animales.
Los Menucos”: localidad patagónica en la Línea Sur conocida por su piedra laja de excelente calidad  y exquisitos colores, de la cual se extrae el pórfido que es exportado a Canadá y Francia.

 

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"Escúpame la mano" ®
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