Sitio personal de Laura Calvo
 

Junio de 2018

Conozca POETANGO
ADULTOS

Un cuento de J. Carlos Díaz

(de su libro Dreyfus y otras crónicas sobre la derrota)


 

CARTAS A CORINA

 


A las siete, como todos los días, levanta la persiana de su departamento del segundo piso que da sobre la calle Colombres y mira si llueve. Hace una semana que está con una gripe virósica y no ha salido de casa, ni siquiera a cobrar la jubilación. La vecina del primer piso le acerca algo para comer, poco, porque no tiene hambre. ¿Cómo es posible que todo esté mojado y el cielo se vea más azul que nunca? Cada día le resulta más raro y confuso lo que la rodea. Desde que cumplió los setenta, casi sin darse cuenta, ha ido abandonando los hábitos que la mantenían activa: leer el diario todas las mañanas, charlar con los vecinos del edificio de al lado, ir al cine, seguir alguna telenovela acompañada por la del primer piso, recorrer el barrio de Boedo, celebrar la Navidad con su hermana Anita que es el único familiar que le queda. Su madre murió hace muchos años, cuando enviudó la tuvo con ella y era una buena compañía, pero llegó un momento en que la arterioesclerosis la convirtió casi en un vegetal y debió internarla en una residencia para ancianos. Además, ha dejado de ver a las pocas amigas que frecuentaba desde su época de maestra: Dorita está en silla de ruedas y se fue a vivir a Puerto Madryn con su sobrino que es funcionario de la municipalidad. Mecha enviudó hace tres años y decidió entrar en una orden religiosa, con lo cual hizo realidad el mandato de su padre. María Amelia, su mejor amiga, murió atropellada por un colectivo en la esquina de Carlos Calvo y Maza. ¡Pobre María Amelia!, podían pasarse horas conversando en la confitería sobre la vida que habían llevado, los recuerdos de la escuela, los maridos e hijos que no tuvieron y lo cara que estaba la compra en el supermercado. Además proyectaban viajes imaginarios que jamás harían con su pobre jubilación docente. ¡Cómo la extraña a María Amelia!, mucho más que a las otras dos. Se conforma de todos modos; son las ausencias que va teniendo la gente de su edad con el paso de los años. Ahora le queda la del primero que es una mujer muy simple, completamente sola en la vida, casi como ella. ¿Por qué “casi como ella”? La diferencia es que Corina la tiene a Anita, su hermana menor, que vive en Córdoba con su esposo y de quien está distanciada. Ya no la ve ni hablan por teléfono. La última vez fue cuando Anita le dijo que con ella no contara para nada, que había demasiadas diferencias entre las dos y concluyó fríamente: vos sabés que el parentesco es un accidente. A pesar de lo dolida que quedó por el desprecio recibido, Corina no deja de sentir afecto por su hermana; la culpa la tiene el marido ése que la celó siempre y le achaca a ella haberle llevado sólo problemas a Anita. Hasta hace algún tiempo, pasaba la Navidad con ellos. Viajaba a Córdoba en diciembre de cada año y alardeaba con los vecinos que su familia la reclamaba para las fiestas. Cuando su cuñado, la última vez que los visitó, le dijo que no volviera más (¿por qué?), sintió un enorme vacío. Estaba convencida que uno deja de estar menos solo en la vida si puede encontrarse con algún pariente cercano de vez en cuando, sobre todo para esas fechas de fin de año. Ahora se da cuenta que esto ha cambiado y como está aterrorizada de que el veinticuatro a la noche la sorprenda en soledad, deseándose “feliz navidad” frente al televisor, como ya le ha ocurrido desde que no va más a Córdoba, ha aceptado la invitación del portero y su familia para pasar con ellos la nochebuena y fin de año. Pero no es lo mismo...

Después de curiosear desde la ventana Corina se siente mejor, el día pinta bueno y cree que puede salir sin riesgo de recaída. Tiene que ir al banco a cobrar la jubilación y de paso evitará que la mujer del primer piso se le meta otra vez en el departamento: ¡qué injusta, con lo bien que se portó con ella! La verdad es que no la soporta, sobre todo porque no para de hablar tonterías y ella no tiene ganas de tenerle la vela.

Cuando está terminando de vestirse, suena el timbre en su departamento. Por la mirilla ve que es el portero y abre. Cómo anda Corina, le pregunta el hombre. Hoy mucho mejor, espero estar del todo bien la semana que viene que ya es Navidad. Mire, le llegaron dos cartas; una es para el consorcio, pero como también está a su nombre, téngala usted que es de la comisión; y no se olvide de llamarme por cualquier cosa que necesite.

Cuando el portero se va, observa que la primera es de su hermana Anita y ha sido timbrada en Córdoba. En el sobre está escrito “Consorcio de la calle Colombres 1432 (ref. Corina Alvarez)”. La otra, de su amiga Dorita, de quien no tiene noticias desde que se fue. Tiene sello del correo de Puerto Madryn.

Abre presurosamente la de su hermana, espera que al menos le mande saludos por las fiestas: “Señores del consorcio. Les hago llegar la comunicación que he recibido del Registro Civil de la Capital Federal, por ser el único familiar vivo de Corina Alvarez, donde consta su fallecimiento que ha sido registrado en el acta de defunción que adjunto. Como no tenía relación con mi hermana desde hace tiempo, ignoro si ha estado enferma y la causa de su deceso. Del certificado sólo surge que fue por un paro cardiorespiratorio. Cumplo en enviar esta documentación al edificio de la calle Colombres 1432, rogándoles que el administrador me haga conocer la situación del departamento porque se han iniciado trámites sucesorios. Atentamente. Ana Alvarez de Stomaconi”.

Corina se estremece, solloza y vuelve sobre la nota, sin poder dar crédito a lo que lee. Mira el certificado de defunción y, horrorizada, ve estampado su nombre, número de documento y la fecha del fallecimiento. Luego, las lágrimas corriendo por su cara, abre el sobre que manda Dorita creyendo que encontrará algo que la contenga: “Querida Corina: estas líneas van a tu nombre sabiendo que ya no estás entre nosotros. Aunque nunca las leerás, necesito expresar mi dolor y afecto profundo en este mensaje que envío como si arrojara una botella al mar. La triste noticia la recibí a través de un señor de Córdoba que es amigo de tu hermana y que vino a pasar sus vacaciones a Puerto Madryn. He llorado mucho tu ausencia pero siempre permanecerás en el recuerdo de todos los que te conocimos en la escuela de nuestros amores. Hasta siempre, unidas en el espíritu. Dorita”.

¡Dios mío! ¡qué confusión terrible! Sale a la calle corriendo. Camina sin detenerse a saludar a nadie, va derecho a San Bartolomé, la parroquia del barrio. Ha leído esas cartas con el corazón estrujado, hecho un bollo, lo mismo que le sucedió, hace veinticinco años, cuando la llamaron a la escuela para avisarle que su madre había muerto en el geriátrico. Como hizo entonces, también ahora busca refugio en una iglesia. Está terminando el rezo del rosario y se arrodilla en el fondo lloriqueando. Ella es muy creyente, va a misa todos los domingos, la iglesia la reconforta. Ahora siente que no le aporta nada para atenuar la angustia que taladra su espíritu. Al terminar la ceremonia los pocos feligreses se van y dejan a Corina sola. En ese momento se acerca el cura párroco, que la conoce, y le pregunta qué le sucede. Padre, responde mirándolo con sus ojos en compota, me llegan cartas donde se dice que he muerto. El sacerdote la contempla, un ligero gesto en su rostro denota que no cree que la mujer esté en su sano juicio, la ayuda a incorporarse y le dice que vuelva tranquila a su casa, que Dios la ayudará a pasar el mal momento.

Corina sale de la parroquia, entra a un locutorio y llama a Córdoba a su hermana Anita. No hay respuesta y cuelga. La preocupación dibujada en su cara, vuelve a marcar el número con el mismo resultado. Se sienta en el bar de Chiclana y Boedo y trata de serenarse para encontrar una explicación. Revuelve lentamente el café que le alcanza el mozo y mira el local. Es el mismo de siempre, reflexiona en medio de su turbación, y yo también soy la misma de siempre, ¿no? Esto de ver en un papel que te han declarado muerta es más fuerte que el desconcierto en el que caigo a veces, cuando llego a preguntarme si estoy realmente viva. Y lo que más me mortifica es sospechar que a nadie le importaría mi ausencia si no me vieran más de un día para otro. Quizá a la del primero o al portero, no sé. La soledad es esto, creo. La pobre Dorita, tan ingenua ella, manda una carta al viento, a un ser que ya no existe, después que le comunicaran mi muerte. Nunca antes me había escrito o llamado desde que se fue a Puerto Madryn. Será que aunque estemos vivos, dejando de saber los unos de los otros es como si ya hubiésemos muerto. Y qué esperar de Anita que me cortó el rostro para siempre; si recibe un aviso que su hermana ha fallecido, no debería sorprenderme la indiferencia de su carta...

A pesar de los interrogantes, Corina trata de reforzar su ánimo, deseando convencerse que lo sucedido no es tan grave, ni cambia nada para ella que se haya llegado al disparate de registrar su deceso; bastará aclarar las cosas ante quien sea. Sale del bar y va hacia el banco que está ahí cerca, en la avenida San Juan. Cuando entra se dirige a la caja donde siempre la atienden, entrega su carnet de jubilada y le pide al cajero que quiere cobrar la jubilación. El hombre la mira y le dice que espere un momento. Va adentro y regresa con un papel. Señora, prosigue, hemos recibido una comunicación oficial que esta jubilación ha caducado por fallecimiento. Pero, ¡qué me está diciendo!, exclama Corina, ¿no me ve aquí vivita y coleando? Señora, le responde el cajero, es lo que tenemos... a ver, entrégueme su documento, el carnet no es suficiente para acreditar identidad. Se le cae el alma a los pies: ella no tiene el documento, lo perdió el mes pasado y todavía no ha podido hacer el trámite de renovación. Da media vuelta y, demudada, sale del banco: ¡qué han hecho conmigo Dios mío!

En la semi penumbra del living de su departamento –ha caído la tarde- Corina tiene la vista fija en las fotos que están sobre el aparador. La primera es en la escuela donde aparecen las maestras que se jubilaban. Ella en primer plano, y a su lado, todas muertas de risa, María Amelia, Mecha y Dorita, a quien ya se le notaba, ¡pobre!, la dificultad para estar parada. En el portaretrato de al lado hay una foto con su madre, antes de que la internara en el geriátrico: ¡qué bien se la ve a mamá! Y luego, en la tercera, Corina está sonriente en casa de su hermana con Anita y su esposo: debe ser la última Navidad que pasó con ellos hace ya tanto tiempo.

Esa noche no puede dormir. Ha despachado rápidamente a la del primer piso que le llevó algo de comida y se acuesta sin ver televisión. Todos los intentos de comunicarse con Anita han sido infructuosos. El teléfono no contestaba y supone que su hermana y el marido se han ido de viaje.

Su mente flota en una especie de limbo donde no puede asir ninguna imagen o idea. Acosada por el insomnio, fantasea con sumergirse en un estado de amnesia total y luego despertarse a una vida nueva, sin ningún vestigio del pasado, lejano o reciente. La luz de la mañana que se filtra por las hendijas la hace retornar a la realidad. Se levanta, se viste y ya está dispuesta para salir. En su cabeza merodea la imagen de toda esa gente que deambula por el mundo para recuperar su identidad perdida y se horroriza de verse en una situación semejante.

Llaman a su casa por el portero eléctrico. El encargado le dice desde abajo que hay un oficial de justicia que necesita subir por una diligencia en su departamento. Corina abre la puerta y se enfrenta con un muchacho que se identifica como funcionario del juzgado civil N° 7. Está acompañado por un policía. Tiene orden judicial de cerrar el departamento, depositar la llave en el juzgado y desalojar a cualquier ocupante, dado que se ha iniciado la sucesión de la fallecida Corina Alvarez y se ha dispuesto esa medida precautoria. Ella sólo atina a decir con un hilo de voz: pero, yo soy Corina Alvarez... El joven la mira extrañado, entre los papeles que tiene en la mano hay una copia del certificado de defunción y deduce que esta mujer no está bien de la cabeza.

Antes de que comience a precintar la puerta, Corina le pide sólo una cosa: que la deje llevar consigo las fotos que están sobre el aparador. El muchacho se encoge de hombros y no dice nada. Cuando sale del edificio no ve a nadie; es la hora en que el portero descansa y la mujer del primero, que siempre anda revoloteando por los pasillos, seguramente está durmiendo la siesta.

Camina por la calle Colombres hacia San Juan. Va a recorrer, como lo hacía antes, el viejo Boedo para ver si reconoce los lugares que tuvieron algo que ver con su vida y librarse de ese desasosiego que la asalta. No sabe si podrá hacerlo otra vez; ahora siente que está viva y quiere hurgar en todos los rincones del barrio, es lo único que le queda. Por ahí encuentra el fantasmita de Corina Alvarez cuando caminaba estas calles para llegar a la escuela, así, durante más de treinta años: ¿Qué habrá sido de esa mujer? Después tendrá tiempo de ir al registro civil para ver si le dan un nuevo documento de identidad, no hay apuro...




J. Carlos Díaz
es periodista, abogado y diplomático. Nació en Laprida, provincia de Buenos Aires, en 1947. Como periodista colaboró varios años en diversas publicaciones especializadas y ejerció la abogacía entre 1974 y 1981. Ingresó por concurso a la carrera diplomática en 1981 y durante treinta años fue funcionario del Ministerio de Relaciones Exteriores y Culto. Cumplió destinos diplomáticos y consulares en Ecuador, Italia, España y la Santa Sede, además de desempeñar funciones en distintas áreas de la Cancillería y realizar misiones en el exterior. También ocupó interinamente la cátedra de derecho internacional público en la Facultad de Derecho de la UBA. Entre 1993 y 1998 fue cónsul general adjunto en Milán, donde desarrolló una intensa tarea de promoción de la cultura argentina. En 2012 se retiró del servicio exterior como ministro plenipotenciario. Dreyfus y otras crónicas sobre la derrota es su primer libro de relatos y crónicas.


Acerca de Dreyfus y otras crónicas sobre la derrota, dice el escritor Norberto Covarrubias en carta dirigida al autor: 

Ver las derrotas, a veces tremendas y otras sutiles, en que todos estamos sumidos, con la salvedad de que quien las vive, las siente y madura con ellas, narrándolas más acá y más allá de su arte, tiene esa dignidad que cita Borges, ese ser que bien leído ilumina.
Son ficciones, sí, pero tan ciertas que por su peso y tu sabiduría en el engarce de las tramas (los monólogos cortos y bien unidos), y en el amor que diste, como autor, a esos personajes, conmueven verdaderamente.
Tu forma de narrar es detallada y objetiva; hay constantemente referencias históricas, de adentro y de afuera, como lo hacen los auténticos narradores (me recordás a Rulfo), y te diría que ese estilo de decir penetrante, sólido, con la distancia para ver a los personajes introduciéndose en nosotros, como lectores y oyentes, tiene esa belleza de la nostalgia, de la ambientación y descripción de pueblos de provincia, o de lugares de Bs.As. tan bien y brevemente señalados.
Tus historias son historias tristes, donde juega la memoria, en muchos casos como pérdidas, violentas o no. Creo que ése es el leit motiv en que se basan los hechos políticos, sociales, familiares, y amorosos de las tramas.



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Laura Calvo
 


Página realizada por Alejandro C. Calvo

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